La rutina de hoy no era la que esperaba. Ayer llegué de viaje y había olvidado las lavadoras y las secadoras. Había olvidado lavar la ropa y plegarla una vez seca. Había olvidado que se come dos veces al día y que eso requiere pensar qué comer anteriormente. Había olvidado que caen migas al suelo y que hay que barrerlas. Había olvidado que si no riego las plantas, éstas decaen hasta morir.
Había olvidado que si nadie hace la cama, al acostarme, la cama sigue tal cual la dejé en la mañana. Había olvidado que existen guerras y que el mundo se ha vuelto loco. Había olvidado que tengo un coche y que la gasolina está por las nubes. Choqué con la realidad.
Había olvidado que no me gusta quedarme sola en casa y que odio apagar las luces antes de irme a dormir. Había olvidado que algunas tardes me gusta salir a pasear pero hace mucho que no lo hago. Olvidé que añoro ir al cine.
Mientras estaba fuera, sabía que me estaba olvidando de alguna cosa pero no sabía de qué. A veces el habitar en una isla provoca ciertos olvidos que al salir de ella vienen a la mente y toman conciencia. El hecho de salir me invita a olvidar mi rutina, en ocasiones, cansina.
En tan solo tres días fuera, me olvidé de algunos de mis deberes y obligaciones y también de algunos de mis derechos. Ahora regresé y me encuentro pegada al ordenador, como siempre, pensando en mis quehaceres más inmediatos y en mis sueños más lejanos. Me encuentro viendo películas a medias durante todo el día mientras trato de centrarme en el proyecto que estoy realizando, despistándome, por el camino, con labores domésticas que, en realidad, no son del todo de mi incumbencia. En fin, ya volví.