Me he pasado más de media vida midiendo. De hecho en esta primera afirmación ya lo estoy haciendo. Y es que las personas que pretendemos controlarlo todo, utilizamos esta técnica. Pensamos que si podemos medirlo, podremos controlarlo.
Medidas y control
Llega un punto en el que esta constante insistencia por controlar lleva al agotamiento. Y es cuando, de repente y sin más, nos relajamos y perdemos el control, nuestro propio control. De tal manera que se esfuman los límites y pasamos al extremo contrario. Al descontrol, como si ya nada importase. A los que somos especialistas en mantener este dichoso control, nos cuesta encontrar el punto medio.
Y es que no todo se puede medir. No todo es clasificable y siempre existe un cajón desastre donde guardar el particular caos de cada uno.
Fue tras leer un artículo escrito por Sergio Parra en la revista Yorokobu, cuando se me ocurrió hilar mis propios hilos y plasmarlos en mi blog. Siempre me he molestado en querer entender por qué me comporto de una forma u otra y aunque no siempre doy con la respuesta insisto en relacionarlo con las pizcas de lógica que puedan quedar en mí.
Casi todo el mundo tiende al control pero no todo el mundo llega a él. En realidad y posiblemente nadie lo hace. Pues nuestra naturaleza es más intuitiva e instintiva y no sabe de reglas, normas ni políticas correctas. Además, nadie puede salirse del entorno en el que se encuentra. Y ese entorno no depende de uno mismo y se encuentra condicionado por muchos más factores. Uno mismo, por sí solo, no puede controlarlo todo, sí adaptarse. Tratar de controlarlo es posiblemente una pérdida de tiempo y un desgaste de fuerzas.
Sí es cierto que, a lo largo del tiempo, la sociedad se ha ido inventando algunas normas que se han arraigado hasta el punto de castigar a quién no las cumpla. Pero estamos hablando de normas sociales y no escritas. Estamos hablando de lo políticamente correcto.
¿Y qué es lo políticamente correcto?
No llorar. No gritar. Fingir, al fin y al cabo. Y no nos damos cuenta que lo que se finge no existe. No es real. No se sostiene.
Lo políticamente correcto son una serie de normas sociales y protocolarias que la mayoría de humanos solemos aceptar, en la medida de lo posible. Me refiero a normas relacionadas con aparentar, con no ser uno mismo por miedo a no gustar, con mentir para hacer feliz a los demás, con callar cuando aún tenemos algo más qué decir u omitir cierta información para no hacer daño a quien se encuentra a nuestro alrededor.
¿Cuántas veces nos habrán preguntado cómo estamos y habremos contestado “bien” no estándolo? A veces es más fácil decir que uno está bien que explicar por qué no lo está. Y, además, muchas personas se quedan más tranquilas escuchando que estás bien, aunque se huelan que no es así. Algunos sienten que preguntando ya cumplieron, al margen de la respuesta que hayan recibido. Otros ni preguntan. Una se acostumbra a limitarse a decir lo que los demás quieren oír, no fuera cosa que se molestasen por tu malestar.
Eso sí, actuar de forma políticamente correcta puede ayudarnos, aunque sea un poco hipócrita, a hacernos creer que por momentos estamos bien. Meterse en el papel, cual actor de cine, implica creérselo. Ésta podría ser la parte buena de actuar así, al menos a corto plazo.
En mi caso, y sí estoy entrando en terreno personal, no soporto saber que alguien cercano a mí no está bien. Cuando eso ocurre suelo contemplar 3 posibles escenarios:
- – Me ofendo porque no cabe en mi cabeza la idea de que todo mi entorno no esté bien. Lo quiero todo perfecto y me frustra no tener controlada mi influencia sobre los demás. Me frustra eso de no poder hacer nada. Nada de nada.
- – Racionalizo el conflicto hasta el punto de simplificarlo o incluso llevarlo a lo absurdo. Transformo el problema en algo que esté a mi medida y, por tanto, bajo mi control. Por una parte, me engaño. Y por otra, es lo único que logra tranquilizarme.
- – Desespero al pretender arreglar el mundo en 50 segundos. Al hacerlo sobredimensiono la situación. Por ende, se convierte en un problema que no está a mi medida. Pierdo el control.
La opción de ignorar los problemas y pasar de ellos no suelo contemplarla si no estoy prácticamente agotada o bajo los efectos de varias cervezas ingeridas.
De esta forma, una se acostumbra a omitir ciertas cosas simplemente para no ser cuestionada, de ninguna manera. Entonces, podríamos decir que lo políticamente correcto es eso, una apariencia más. Es contentar con medias mentiras los oídos que nos rodean con el único objetivo de evitar que nos molesten o que nos traten como raros diferentes por no seguir el camino que todos siguen. Es algo semejante al postureo que tanto está de moda en algunas redes sociales. Dar a entender a los demás que estamos de puta madre geniales cuando no es así.
Let it be
Let it be y aprendamos a vivir con eso. Cuando uno ya no puede más, decide dejarse llevar y que sea lo que tenga que ser. Es como tirar la toalla pero, en este caso, por agotamiento, impotencia y falta de fuerzas. No por haber perdido toda la esperanza.
El mayor de los consuelos es saber que, en el fondo, los que te quieren, de alguna forma te comprenden. Lo aceptan y, a veces, te dejan ser. Otras veces solo hay que confiar en ese fondo aunque la superficie no responda a tus necesidades más inmediatas.
No somos perfectos y, más de una vez, podemos permitirnos ser políticamente incorrectos y dejar de prever la dimensión de las consecuencias de actuar así. Está permitido sacar, de vez en cuando, nuestra parte impresentable. Esa parte que tenemos todos en algún lugar, aunque se encuentre escondida. Y es que somos personas, somos humanos y sentimos y padecemos. No somos o no deberíamos ser planos por definición.
Siempre hay que buscar esos momentos en los que nos permitimos dejarnos llevar. Hay que encontrar instantes en los que perder el control de forma voluntaria, porque apetece sentirse vivo y porque no soportamos la idea de tener controlado lo qué ocurrirá mañana. A veces, es mejor no saberlo y dejar que nos sorprendan.
En mi caso, y vuelvo al terreno personal, trabajo cada día mi autocontrol y me ciño a lo políticamente correcto. Aunque a la vez me rebelo y busco constantemente la forma de escapar de mi controlada y cuerda rutina. Me niego a aceptar que mi futuro está escrito hasta el punto de ponerlo a prueba, intentando agarrar fuerte las riendas de mi vida y desviarme del camino, las veces que hagan falta. Y así… controlar mi descontrol.